La abstinencia de la droga del triunfo es el peor enemigo del hombre en el juego de los falsos vencedores cotidianos. Hacer más goles que el rival es un pasaje sin escalas hacia el olvido, con pensión completa, excursiones a cuestas y foto de recuerdo. Por lo menos por una semana pasan las nubes y sale el sol. Entre el piso y la alfombra puede haber un abismo, pero ganar representa una transición delgada entre lo que se hace y lo que se deja de hacer. A partir de una premisa increíblemente adulterada, el que gana tiene razón y el que pierde apenas puede sentarse a escuchar. El que gana es, para el pensador triunfalista, acreedor de una verdad (casi) irrefutable, mientras que la derrota anula cualquier tipo de expresión y reduce a un silencio estricto y religioso. Ayer tuviste que esquivar cascotazos; hoy sos Dios; mañana no sabes de qué lado puede caer la moneda.
Diego Torres se vistió de estratega y ahora es Ricardo Bochini. Santiago Raymonda tuvo frialdad en la zona caliente del área y se transformó en el destacado Claudio Caniggia. Hernán Galíndez, en noventa minutos, emuló la mejor versión de Emanuel Tripodi, quien evitó muchos goles pero esta vez no pudo atajar la escoba de Leonardo Madelón. Los triunfos sirven para modificar los rótulos y para cruzar la calle que divide el cielo del infierno en tan sólo un paso. La conjunción sabe injusta. Los mismos que hace siete días eran nocivos para el paladar Cervecero ahora brillan en la torta que impactó en el mentón de Godoy Cruz. Así de abusivo es el mundo del fútbol y su política interior. El trayecto del tren del resultadismo termina en un agujero desfondado.
Para esta semana no se programaron marchas a la sede social ni la oposición emitirá un comunicado de urgencia en el que pedirá la renuncia de José Luis Meiszner. El oficialismo, por su parte, no deberá alabar públicamente a su referente mayor. Meiszner, revitalizado por el triunfo, evitará alimentarse de la fuerza de quienes lo veneran para continuar al mando de la presidencia del club. Que Meiszner diga que precisa saber si cuenta con el apoyo de la Comisión Directiva de Quilmes para seguir en su cargo es una formalidad, porque la venia de sus acérrimos compañeros no tiene objeciones en la mesa chica.
A veces un triunfo no sólo es un triunfo deportivo: también sonríe la impunidad. Porque todavía no se encontraron (o no se quisieron encontrar) los responsables de los actos vandálicos del sábado 6 de noviembre. El veneno del triunfo, indirectamente, tapa y apaña. Ya nadie se acuerda que hubo un atentado contra el micro de los jugadores, y que cualquiera de los ocupantes del Chevallier podría haber sufrido consecuencias severas. Los tres puntos desatan un festejo valido y legitimo, porque Quilmes si no suma se va al descenso, pero no habría que perder de vista que de esta forma se atrofia la voluntad de quienes deben denunciar a los violentos. Ganar un partido o un campeonato es lindo, sin dudas, aunque mayor algarabía debería despertar una consolidación prolongada de un modelo institucional que Quilmes en la actualidad no tiene.
Con respecto a lo futbolístico, no hay que desmerecer el halago frente a Godoy Cruz porque el elenco mendocino es uno de los pocos equipos que mantiene una conducta táctica y estratégica dentro de la cancha. Madelón se lleva una parte importante en esta victoria rebuscada. A los directores técnicos les pagan para tomar decisiones (Hugo Tocalli, por ejemplo, no se animó a tomar ninguna determinación de fondo cuando el barco se le hundía adelante de su nariz). Madelón revisó las falencias y tomó decisiones. Priorizó sus convicciones profesionales y, si bien se opuso al clamor popular, acertó. Trilogía clave para el entrenador: probó a Galíndez y el ex hombre de Rosario Central respondió; introdujo la figura del enganche y confió en Raymonda, quien abrió el marcador con una gran definición; y cuando tuvo que mover el banco de suplentes, Miguel Caneo, el primer cambio, convirtió el gol que cerró el cotejo.