Hubo una gota del cielo que deslumbró la mirada de unos cuantos inquietos que se arrimaron al fogón. Hubo una revolución de los sentidos que adornó el paisaje de la postal. El sol, agobiado por la copiosa lluvia, se filtró entre la columna de nubes y brilló. Brilló con intensidad propia, y el reflejo de la irradiación ultrajó la resistencia de una lógica protegida con candado. La luz intermitente encandiló los ojos de la gloria pasajera, la invitó a subirse al carro y la cobijó en su lecho, al menos por un instante. Juntas se fueron de luna de miel sin rumbo fijo, pero con las cartas en la mano y el paladar sonriente gracias a la degustación del sabor del triunfo.
La policía todavía no pudo encontrar al autor del crimen. Pero en silencio se deduce que fue Quilmes el padre de semejante alegría. El acto fue pulcro, prolijo y trabajado. Por eso la complejidad que obstaculizó la pesquisa de la ley se transformó en el regocijo de un asesino sin rastro, que se mimetizó con la neblina sin dejar huellas. Victimario delicioso, el Cervecero acorraló a su víctima, la indujo a la desidia y luego, con una sonrisa perversa, la obligó a jugar al parapente, pero sin paracaídas. Pegó de frente y no traicionó el código del manual callejero. El Decano puso en un puño la existencia de Racing, ahogó el pedido de clemencia y dejó a Miguel Ángel Russo más pendiente de que el agua no estropeara su tintura que de la tibia actuación de su equipo, superado desde la concepción hasta la concreción. Para concluir la andanada, la voracidad quilmeña se lavó las manos en la canilla del cielo y adjuntó tres puntos con olor a proeza.
La policía aún no dio con los criminales porque no alcanzó a ver que en la intimidad hay responsables intelectuales y materiales. Porque no puede inculpar al que acciona dentro de los límites del reglamento. Porque no le queda otra alternativa que encender un cigarrillo y sentarse a aplaudir. Porque, además, ningún juez va a tener los elementos necesarios para castigar a un Quilmes elegante y leal. El Cervecero mató a Racing con armas legítimas y lo condenó a enfrentarse con una realidad contundente: la Academia, abrumada, se quedó sin piernas, sin cabeza y sin corazón.
Ricardo Caruso Lombardi, un erudito afirmado en la tierra santa, jugó su partido como si fuera un futbolista más: lució unos botines que denotaron la estirpe de su carácter. La mayor virtud del Tano, más allá de haber revivido a un plantel que parecía acabado, fue la inteligencia que tuvo para decidir, y esa capacidad no sólo se circunscribió al duelo con Racing. Las decisiones y sus respectivas efectividades catalogan la tarea de un entrenador. No caer en la sencillez de la superficialidad lo catapulta como un director técnico que estudia, observa y no siente temor al reconocer que cambia de acuerdo a los movimientos del adversario. Caruso Lombardi entendió qué es lo que precisaba Quilmes. La actualidad del Cervecero es el reflejo del buen trabajo conjunto.
Los jugadores, por su parte, también aportaron una cuota fundamental. La realimentación con Caruso Lombardi resultó esencial para volver a vivir. Rendimientos muy altos como los de Enzo Kalinski, Pablo Garnier y Miguel Caneo invitan a presagiar un rédito colectivo aún mejor. Pero hay que continuar porque el promedio acecha y en esta lucha no puede haber concesiones.
La victoria frente a Racing demostró que el axioma de la corriente psicológica que propone la Gestalt es válido: “El todo es más que la suma de las partes”. Así, el Decano desacreditó la caída en San Luis y le atribuyó un voto de confianza a la llama de la salvación. Todo es posible.