“El juicio que más importa, que es el juicio interior, que es el que hay que afrontar…”, dice, con infinita credulidad, una letra de Las Pastillas del Abuelo. Quilmes hizo fácil lo difícil. Sentarse a remover las entrañas requiere una energía divina que no muchos están dispuestos a agotar. Es meritorio. El fútbol pinta panoramas, exhibe realidades y se reinventa de una semana a la otra, se borra para luego volverse a escribir, por eso la lógica matemática rinde sus tropas ante las veleidades del mundo de la pelota. El Cervecero empató con Platense, pero ganó por goleada el partido que jugó contra su propio yo. Por eso hay vida en el fondo del pozo en el que Quilmes se había metido después de la derrota frente a Ferro. Era la premisa principal: Quilmes debía ganarle a Quilmes el cotejo más importante de la temporada. En un callejón sin salida, con el alma encerrada entre cuatro paredes y con la hidalguía como único objeto de combate, el equipo de Jorge Ghiso tenía que demostrar que morir de pie era un premio consuelo, que la causa moral demandaba un final regado de gloria. Porque el cielo se toca con las manos una sola vez. El plantel firmó la libreta de casamiento y, así, contrajo matrimonio con el ascenso a Primera División. Los jugadores, a pesar de no compartir el mensaje del entrenador, sacaron a relucir la rebeldía que había quedado guardada. Así, el Cervecero comenzó a tomarse el ascensor…
Quilmes le pegó un tiro al corazón de la vergüenza y fue a Vicente López con sed de revancha. Se apoyó en los resultados ajenos para quedar a sólo una unidad de cumplir el objetivo, pero su parte la hizo bien e incluso redondeó un primer tiempo interesante. El Cervecero sabía que el tigre, que llegaba con la carcasa golpeada, podía sufrir daños irreversibles si le pintaban una mancha más. Ghiso volvió al 4-4-1-1 y envió un mensaje sin interferencias: Vitrola va a morir con la suya, con un hombre de punta y con una estructura armada para imponerse en la batalla del mediocampo y, a partir del dominio del balón, pensar en hilvanar el circuito ofensivo. El sistema, aunque parezca poco ortodoxo, a Quilmes, generalmente, nunca lo dejó con el caballo en la mitad del rio. En la cancha de Platense hubo una actitud diferente con respecto al partido anterior. Los dividendos hablaron por sí solos. Quilmes mereció más. Francisco Cerro y Enzo Kalinski se complementaron bien en el centro del campo, Pablo Garnier recorrió con profundidad el sector derecho y Matías Di Gregorio, Diego Cardozo y Maximiliano Planté, cada uno en su debido momento, llegaron a pisar el área de Guillermo Hernando. Miguel Caneo, lejos de descollar, aportó la cuota de desequilibrio. La ejecución del penal fue exquisita. Por su parte, el debutante Damián Gómez superó las expectativas: en la primera maniobra del encuentro generó un tiro libre desde la izquierda, después sacó es remate bombeado que estuvo a centímetros de colarse en el ángulo izquierdo del arco custodiado por Hernando, provocó la infracción que derivó en la pena máxima y sobre el cierre presionó al arquero del Calamar, lo obligó a rechazar mal y, como consecuencia, la pelota le quedó servida a Cardozo, quien definió mal. Una tarde magnifica del delantero de la Cuarta División. Para que los dirigentes vean que de Alsina y Lora surgen proyectos que hay que seguir de cerca.
Emanuel Tripodi se suspende en el aire, frena el mundo y lo guarda en su puño, donde descansa y respira todo un pueblo. Cada atajada es un voto de confianza; un vuelo eterno hacia la cúspide; una gota de aire cuando la soga asfixia. Con una mano en el corazón y con la otra en la pelota, Tripodi demostró que el arte del fútbol no sólo se produce con los pies. De todas maneras, intentar explicar cómo se desenvuelve el arquero resultaría imposible porque cualquier adjetivo calificativo parecería pequeño dentro de tanta inmensidad. El Estadio Ciudad de Vicente López fue testigo de una actuación sin precedentes. Los plateístas del Marrón no podían creer como Tripodi abortaba cada ataque del equipo rival, las preguntas quedaban huérfanas, sin respuesta coherente. Mientras tanto, los recursos genuinos piden a gritos un destino seguro para los avales que irán hacia Comodoro Rivadavia. Hasta allí, para abrochar una porción del pase de la octava maravilla.
Sólo falta un paso. Una final más. La última de la grilla. La atmosfera se prepara para romper las barreras que aparecieron por el camino, porque a esta marioneta sólo la mueve los hilos del sufrimiento. En noventa minutos de fútbol se define un ascenso, el cierre glorioso de una historia que vistió todo tipo de trajes. El clímax está ahí, enfrente de las narices, esperando con los brazos abiertos para cristalizar una sensación refugiada en la memoria. Pero en el momento que la memoria se deshilache, los recuerdos de aquella tarde en Caballito se fundirán en un presente que será la continuación ideal.