“En estos tiempos de oquedad, de oscuridad iluminada, de distracción a perpetuidad, de imbecilidad tan programada. Aunque te asustes y puedas caer, la dignidad no se pierde, ¿sabes?”. Quilmes fue el compendio de la estrofa que escribió Andrés Ciro Martínez, quien de poner la frase justa en el momento indicado algo entiende. Porque todo espacio que se abre en un cuerpo sólido que queda vacío instala una grieta profunda. Allí se sumergen los destellos de la cara negra de la moneda, que automáticamente se encienden cuando perciben que la miseria deportiva y humana asoma la nariz. Que el agua propulse una inundación furiosa forma parte de la lógica natural; el problema es cuando el desborde se expresa a través del costado inoportuno del hombre. Y es más grave aún porque el agua crece y se va, pero extirpar la indigencia bipolar de un mundo pequeño dentro del enorme globo terráqueo es un proceso que, de tan firme que está, cuesta desarraigarlo. Sólo paga Quilmes.
Tigre asestó tres cachetazos profundos, pasajes sin escala al centro del corazón. Mariano Echeverría, Diego Morales y Denis Stracqualursi, los autores materiales de la estrategia intelectual que tan bien planificó Ricardo Caruso Lombardi, quien, además de hacer gala de su histrionismo, sacó a pasear a Tocalli en el duelo de entrenadores. El Tano leyó bien el partido y ejecutó, mientras que el director técnico del Cervecero descuidó virtudes del rival y quedó desnudo ante la superioridad acentuada del Matador. Tres de “esos dolores dulces”. ¿Por qué? Porque a pesar de la preocupación reinante después de una paliza inesperada, de haber besado la lona, Quilmes necesita barajar, dar de nuevo y, así, en el futuro, transformar el dolor en ilusión.
El fútbol está lleno de chabacanerías, y una de las más grandes es cuando los entrenadores, frente a una situación adversa, se tiran la culpa y desligan a los futbolistas. “Esta es toda responsabilidad mía, no es responsabilidad de los jugadores, porque yo soy el que arma el equipo”, dijo Tocalli después de la derrota. El Cabezón pecó de confiado. Tigre, con Román Martínez a la cabeza, le hizo un descontrol en el medio y no falló en la zona decisiva. “Nos han llegado muchas veces de una forma que nosotros sabíamos que nos iban a llegar, pero no lo supimos resolver”, se vendió el cordobés. Ahí sí la culpa es de él, porque si sabía cómo iba a plantarse el Matador debería haber tomado los recaudos correspondientes. Y no lo hizo. Otro ítem: Tocalli armó (muy) mal el banco de suplentes. Cuando tuvo que dar vuelta la historia se quedó sin opciones potables. ¿Por qué dos marcadores laterales y uno central? No se entiende.
A veces mirar al adversario es necesario para no caer en errores que luego se lamentan. Tigre es un equipo que maneja la pelota parada con meticulosidad y Caruso Lombardi apuesta al juego aéreo como arma principal. Tocalli no se dio cuenta, dejó avanzar al dueño de casa con la lanza en la mano y las estocadas todavía se sienten. Mal en la diagramación, pésima labor colectiva y vuelta de Victoria con las manos vacías y el bolso repleto de amargura. Además, se suma la impericia de Sebastián Martínez, Gervasio Núñez y Gustavo Varela, entre otros, quienes caminan con el freno de mano puesto y, como consecuencia, no contribuyen. No es justo que Tocalli sea el único que pague los platos rotos: adentro de la cancha hay profesionales que no están a la altura de las circunstancias.
Si Quilmes tiene sangre, ésta es una derrota que debería doler. Lo bueno es que por ahora no se comprobó que el Cervecero lleve agua mineral en las venas.