Cada letra es un gesto de sumisión; cada frase una composición envuelta en signos de interrogación y puntos suspensivos. Siempre se puede estar peor: ¿Había alguna duda? En la lapicera queda tinta, y sobre el papel un desierto que bebe sangre para sustentar esta historia de terror. La superficie está tan lejos que el fondo es cada vez más oscuro, más familiar. El muerto se ríe del degollado, el tuerto le guiña al destino, el manco engendra la señal de la cruz pidiendo clemencia y los oportunistas hacen de las migas un banquete innecesario. Pero en Quilmes pueden congeniar la luna y el sol en la misma cama, la paciencia y la desesperación, la seguridad y la contradicción. Como consecuencia, la manta queda corta y las sabanas no pueden cubrir la antipatía que genera la convivencia entre dos extremos claramente delimitados.
Hacer una evaluación del rendimiento del equipo de Leonardo Madelón sería rebuscado, en realidad porque cuando no existe ni el más mínimo argumento en la humanidad de los jugadores es complicado explicar lo que sucede. Sin embargo, el primer paso para comprender la raíz de la hecatombe es que los males de Quilmes no pasan sólo por Leandro Gioda, Oscar Morales, Gervasio Núñez o Gustavo Varela. Los proyectos en el fútbol moderno (lamentablemente) se alimentan de la vorágine de los resultados. Hugo Tocalli asumió con un discurso que nunca trasladó a la realidad: el “proyecto” del Cabezón, que, entre otras cosas, parecía incluir la mirada constante hacia las divisiones inferiores, murió antes de nacer. Y aunque a muchos les pese, el futuro de los clubes dentro de una economía devaluada hay que buscarlo en la cantera. La receta de los 22 refuerzos y la del plantel presentado con bombos y platillos caducó.
La salud institucional de Quilmes no atraviesa el mejor estado. El cuero se deteriora con el correr de los meses. Y es lógico, porque cuando José Luis Meiszner y Tocalli decidieron desmantelar el plantel del ascenso sabían los riesgos que corrían. Una estructura mal diseñada no puede perdurar en el tiempo con buenos resultados. Hoy Quilmes es un reflejo híbrido de su propia creación. Lo cierto es que Meiszner continúa con la vaca al hombro y trata de sostener una situación desfavorable por donde se la mire. Meiszner no debe renunciar. Su deber es cumplir el mandato de tres años y, además, hacerse cargo de una situación límite que tiene a Quilmes al borde de un nuevo descenso y a él como uno de los principales responsables.
Volver al Nacional B no representaría el fin del mundo para Quilmes, aunque se supone que hasta que los números firmen la sentencia los futbolistas van a seguir peleando. La Primera División le queda muy grande al Cervecero: desde lo deportivo, desde lo político y desde lo coyuntural. Creer que la perpetuidad en la máxima categoría depende de las incorporaciones rutilantes es, sin dudas, descomponer la matriz.
Quilmes debe crecer y refundarse con los jugadores que salen de su vientre. Y esa es una decisión de fondo que deben tomar los dirigentes. Mientras se apueste por la cultura de los refuerzos a mansalva, el descenso esperará agazapado. Mientras el piso no se halle, Quilmes estará más cerca de la guerra civil (algo así como lo que ocurrió el sábado) que de la prosperidad.