La dignidad como bandera

Un hombre que triplicaba canas por cada pelo de su larga cabellera detuvo su marcha. Encendió un cigarrillo y ladeó su cabeza hacia la dirección opuesta. La omisión de las balizas, por obra y arte del eclipse, lo convirtió en el blanco de los insultos de los que venían atrás. Poco le importó. La película que agujereaba su campo visual lo extrajo de su existencia, pero no de la realidad que percibía. Iba rumbo a una crucifixión agónica, fatal. Los pies descalzos sentían el calor de las cenizas del infierno y el corazón, humillado, lloró por tantos desencuentros con la red. La diestra se negaba a pisar el acelerador hasta el fondo, quizá preso de un impulso rebelde o de una fuerza que proyectaba el terreno propicio para escribir un final infeliz.

Sin embargo, sobre carruajes que transportaban pasión se traspapeló la inmensidad de aquel hombre abatido. El sentimiento, la sabiduría más grande en un mundo analfabeto. El hechizo lo cautivó: una procesión de fieles que encomendaron su suerte a un grupo de personas en las que reflejaron sus más firmes pretensiones. La sonrisa adornó la transformación de un rostro dispuesto a desafiar las normas de transito. Despreciar el carril de la huida silenciosa era la solución para darle un golpe de timón al estado anímico y, así, evadir la sensación de vacío existencial. Del otro lado estaba el carnaval que añoraba. Sin pudor, iba tras él. Los puños del hombre asfixiaron el volante y el raudo movimiento de muñecas provocó un “giro en U”. Los agentes de Seguridad Vial quisieron detenerlo. Ya era tarde.

Acoplado al aluvión de bombos, banderas y cánticos, el hombre halló refugio en el seno del peregrinaje leal. Disfrutó el partido, vivió el desarrollo y sufrió el final. Padeció el regreso hasta que no hubo aire que colmara su capacidad pulmonar. En otra vida reclamará revancha. Murió parado, con la fiesta previa en sus retinas y la calidez del pueblo que lo abrazaba. El hincha Cervecero merecía otro desenlace. Pronto habrá una vuelta para exigir justicia.

En el ámbito deportivo, del proceso de Ricardo Caruso Lombardi podrán decir muchas cosas. Lo cierto es que el mayor logro fue haber cambiado de bando a los que se sentían muertos en vida, con la presión de esperar el garrotazo final. El cuentito del comienzo no deja mentir. El Tano pateó el tablero y se la jugó por los futbolistas que deberían haber estado desde la primera fecha de la temporada. En el rendimiento hubo altibajos, pero la estructura dejó una imagen limpia de todo reproche. Con poco, de Quilmes hizo demasiado. Los hinchas, que encontraron un respiro después de tanta violación, expusieron su grandeza a través de los aplausos a un equipo descendido. Descendido desde la matemática y la verdad, pero no desde el orgullo y el amor propio.

Seguramente a muchos necios les dolió ver el vínculo fraternal que se generó entre la gente y los jugadores, varios de ellos surgidos desde la “verdulería” de Alsina y Lora. Pero Caruso Lombardi confió y los pibes respondieron con altura, aunque eso le haya incendiado la biblioteca a más de un otario que por ponerse un traje y sentarse detrás de un escritorio piensa que su receta se ubica por encima de 123 años de historia. Acompañaron experimentados que no estaban dispuestos a manchar sus carreras con un descenso. A pesar de no haber logrado el objetivo, por lo menos no ensuciaron su magnitud interior.

Si no sucumbe la tierra, Claudio Corvalán, Francisco Cerro y Enzo Kalinski se van a ir a cambio de nada, regalados al mejor postor, mientras las ratas comen los últimos billetes pequeños que le quedan al club. No dejan dividendos económicos por culpa de la mala administración, pero emprenden la retirada con la dignidad como bandera. Y no es poco.

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La semana que viene va a ser momento de analizar los desencadenantes de este nuevo fracaso institucional. No es justo que algunos integrantes de este plantel paguen los errores ajenos.

 

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