Se levantó la alfombra y quedó flotando la miseria. Después de tantas insinuaciones, parece que en Quilmes se terminó la triste monarquía que llevó al club a la inexistencia deportiva y a la degradación institucional. José Luis Meiszner concluyó su reinado y se retiró como nunca hubiera imaginado: por la puerta de atrás, en silencio y sin la corona que tanto le gustó exhibir. El escudo de la Copa América no atajó la decadencia de una etapa que él fundó alrededor de su figura y que culminó igual, sobre su propio eje. Cuando se trabaja mal, los resultados son malos. Procesos encabezados por la soberbia y el autoritarismo no suelen encontrar finales felices. Meiszner confió demasiado en sí mismo e inmerso en su ceguera se olvidó de darle un marco democrático a una Comisión Directiva que se convirtió en el cotillón del cumpleaños. Era todo o nada. Era Meiszner o nada. Y así se marchó.
“El principal objetivo es una nueva refundación de Quilmes para llevarlo a ser un club de los nuevos tiempos”, decía Meiszner cuando meses después de ganar las elecciones de 2010 soñaba con una transformación que jamás llegó. Aquella jornada de marzo de 2011, ante sus pares de Comisión, además de fantasear con una teoría que no trasladó a la práctica, formalizaba el pedido de licencia que sostenido en el tiempo desembocaría en la renuncia definitiva (¿definitiva?).
Meiszner no sólo no impulsó “una nueva refundación”, sino que profundizó la crisis existente. El rotundo fracaso en la confección del plantel en junio de 2010, como el último hito de la dirección de Meiszner, a pesar de haber generado otro empujón hacia el abismo económico, selló características que signaron su gestión: desperdicio de recursos, desprolijidad, personalismo y planificación invisible.
Quienes adoptaron una postura distraída frente a esta rifa grandilocuente son tan culpables como Meiszner. Sus complicidades burdas y asquerosas contribuyeron a que el patrimonio del club sea un cero gigante. El séquito de almas programadas para decir “todo que sí” engrandeció la figura de un hombre que, justamente, disfruta sobremanera cuando lo veneran, lo ponderan y lo hacen sentir indispensable, único y excelso. ¿De qué se disfrazarán los obsecuentes para explicarles a sus hijos cómo desandar el camino de la vida? ¡Si ellos mismos fueron los que aceptaron vivir de rodillas! ¿Qué autoridad moral les queda? Quizá nunca dimensionen el daño que le han hecho a Quilmes, pero el peor castigo llegará cuando la conciencia les indique que vivieron equivocados, hundidos en una burbuja siniestra.
En los últimos años la política de Quilmes se tiranizó y se volvió incomprensible, desde el aparato constitutivo hasta los actores que envueltos en el traje de camaleón cambiaron de color y renunciaron a sus convicciones ideológicas solamente para acomodarse dentro de su propia comodidad. Esa pequeñez espiritual le hizo muy mal al Cervecero. Las redes dirigenciales, así, urdieron una telaraña que se emparentó con la arista insensata del juego de Gran Hermano: alianzas, traiciones, guerra de egos, figuritas, histeria, inestabilidad y desunión. ¿Conclusión? Quilmes necesita hombres, no nombres.
La semana previa al partido ante Olimpo, Carlos Coloma declaró en Tyc Sports: “Un descenso puede ser el fracaso definitivo de una institución”. Con el descenso consumado, “el fracaso definitivo” que mencionó el contador fue un hecho tangible. Después de tantos fracasos, llegó el momento de modificar el estilo de conducción. Bienvenida la participación de los integrantes de la minoría. Bienvenido el disenso y las opiniones diversas. Está visto y comprobado que la omnipotencia conspira contra la integridad del club.
Por otra parte, ¿desde cuándo tienen más importancia los que lustran la chapa de “allegados” que los que pretenden trabajar? La sede social no puede arropar el deseo inconcluso de adultos que no tuvieron viaje de egresados en la adolescencia. Si va a haber un cambio, que sea profundo.
Aníbal Fernández, el nuevo capitán del barco, deberá demostrar que anhela un Quilmes plural. La primera maniobra, a través de la designación de Ricardo Caruso Lombardi, le propinó un cachetazo al orgullo de Meiszner, quien estaba acostumbrado a convivir con entrenadores fieles a su mensaje. Las diferencias entre los dirigentes posibilitó el acceso a un nuevo panorama. Fernández tiene la pelota. Ya hubo demasiado terreno concedido. Ahora es obligatorio empezar a edificar. Y, claro, tapar los agujeros que dejó el picnic de Meiszner.